La formación de una ideología musical o instrumental – Capítulo 2

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Capítulo 2: La formación de una ideología musical o instrumental

El elemento principal que diferencia a la música clásica de otros estilos de música como el jazz o la música popular es la existencia de un texto musical. La partitura.

Se trata de una conexión fidedigna con el compositor que ideó la música que se interpreta. Lógicamente, a lo largo de los siglos de evolución de la música culta, el compositor se convierte en un elemento cada vez más importante. Para ver un ejemplo de ello solo tenemos que recordar alguna obra del periodo barroco o anteriores y ver cómo los intérpretes, fueran los autores de la música o no, se permitían agregar o cambiar lo que necesitaran para hacer que las obras fueran idóneas para el momento en el que se necesitaban, amén del recurso habitual a la improvisación, tanto para variar las piezas de autores ya reconocidos como para incluir elementos o melodías con las que el público o los diferentes intérpretes pudieran identificarse. Por contra, podemos observar una partitura de algún compositor de mediados del siglo XX para darnos cuenta de que la notación es lo más absoluta posible: no se deja ni un ápice de criterio al intérprete. La maestría en la interpretación de estas obras consiste, precisamente, en ser capaz de leer y tocar exactamente lo que quiso el compositor. No significa esto que la música sea menos música ni menos propia. Simplemente el paradigma del intérprete es distinto.

Y aquí me gustaría introducir el concepto de lo que los alemanes llaman Lesekultur, es decir, la cultura de la lectura.

Para poder interpretar bien el mensaje que el compositor nos dejó en la partitura, nos debemos a nuestra propia cultura de lectura de esa misma partitura, que, inevitablemente se comunica y nutre de nuestra cultura de sonido (Klangkultur). No nos engañemos. Al contrario que en la literatura, las partituras no constituyen música en sí mismas. Si bien es cierto que un idioma como el castellano también necesita de que comprendamos lo que está escrito para poder darle un sentido, los elementos del este lenguaje están con nosotros desde el principio de nuestras vidas y los incorporamos de manera instintiva e inconsciente. A medida que pasan los años, leemos, hablamos y escuchamos, y vamos aprendiendo más palabras y, por tanto, formando más conceptos. Y si hay cualquier problema, tenemos el diccionario, para saber exactamente qué significan esas palabras como melifluo, iridiscente o inefable que, de primera, nos producen dudas en su significado por haberlas escuchado y utilizado tan pocas veces. Recuerdo de pequeño inventar significados para palabras que había escuchado y de las que no conocía su significado, como ermitaño, que para mí siempre fue el enanito que vive en la parte alta de una montaña y que iba tan encorvado que también se asemejaba a un cangrejo. Todo mezclado, vamos.

Pero en el caso de la partitura, los elementos del lenguaje son elementos sonoros. Uno puede traducirlos en un papel, pero no puede explicarlos con el lenguaje de las palabras, sino que debe entender su significado dentro del lenguaje musical. E inevitablemente, por muy genial que uno sea, somos esclavos y deudores de la tradición de interpretación en la que nos han formado. Dicha tradición determinará muchos aspectos a la hora de leer la partitura, aún sin que nosotros lo sepamos.

Pero lo que me interesa más de esta parte es el aspecto psicológico que va ligado a seguir una determinada tradición. Lo que podríamos llamar una ideología musical. Una ideología que determinará los dogmas sobre los que se apoyará nuestra relación con el instrumento (nuestra técnica), pero también nuestra relación con el texto musical y, sobretodo, con otros estilos o ideologías musicales distintas, contrarias u opuestas a la nuestra.

Durante la última parte del siglo XIX en Europa y principios del pasado siglo, este aspecto de las tradiciones y las identidades musicales se volvió muy importante, y es, en efecto, el principio esencial por el cual cobraban sentido los conservatorios nacionales que se extendieron por toda Europa, siempre con la rúbrica del tan admirado academicismo ilustrado. Estudiando en tal o cual conservatorio de tal o cual ciudad europea, un estudiante aprendería la verdadera tradición musical de ese país o de esa región, que había pasado de maestro a discípulo durante varias generaciones. Una institucionalización de esos grupos de discípulos y adeptos alrededor de determinado maestro. Igual que los pianistas españoles admiramos a Alicia de Larrocha o Rosa Sabater, sabiendo que fueron alumnas del mismo maestro, que a su vez fue un alumno destacado de Enrique Granados. Y reconocemos el valor que tiene el haber aprendido a interpretar la música española de primera mano. La tradición, pura y dura.

Hoy en día, esta idea de las tradiciones nacionales da sus últimos coletazos, especialmente en los son los grandes países para la música clásica. Países que reciben constantemente inmigrantes de otros lugares, con distintas tradiciones y culturas de escucha y de interpretación, y cuya formación está mucho más unificada y homogeneizada que hace unas décadas.

La cuestión es, si es éste el escenario que un músico profesional va a enfrentar al terminar sus estudios, ¿conviene que la ideología musical siga ocupando un lugar tan preponderante en la formación de los jóvenes? ¿Ese lugar donde el profesor ruso se enfada con su muy joven alumno si este acude a un curso de un profesor francés? Ni hablemos de un profesor americano. Y digo cuando se enfada sin motivo aparente, no con motivos fundados, no con verdaderas razones. Se enfada simplemente por lo que considera un agravio. Al mismo tiempo se enseña, por defecto, el desprecio casi religioso a otras formas de entender la música, o de sentirla.

Resulta lógico imaginar que uno va creciendo y va eligiendo, en función de su propia educación, lo que le resulta más atractivo o más cercano a su propia idea. Pero, ¿es necesario identificar toda esa tradición, imposible de traicionar, encarnada en la figura del profesor de instrumento?

Poner en duda un dogma ideológico es el primer paso para la emancipación. Sea nuestro credo el mejor para nuestro propio desarrollo o no, si no sabemos que existe un mundo exterior a éste, tenderemos a despreciar a los que no son como nosotros y a encerrarnos en nuestra burbuja para llegar a ser más papista que el papa. Y eso tampoco nos garantiza la felicidad.  Es posible que,a posteriori nos interese la idea de la inmersión total. Cuando queramos empaparnos de algo o alguien, o si decidimos especializarnos en un estilo particular o un género. Tomando nosotros la decisión, entonces la responsabilidad será nuestra. Y es probable que eso cambie nuestra forma de ver el mundo – la frase kantiana de «no vemos las cosas como son, sino que ya las vemos según somos nosotros mismos»-.

Pero encerrar espiritual o técnicamente a nuestros alumnos con el objetivo único de mantener la tradición, sin preocuparnos de si eso que le enseñamos es lo que él necesita, y no lo que nosotros queremos enseñarle, es una de las razones por las que debemos plantearnos modernizar nuestra enseñanza. Conservar las grandes conquistas del pasado pero apostar por una actualización (en la que haya otros aspectos musicales que también estén presentes, más allá de leer notas y tocar notas) que nos permita mirar al futuro y garantizar la pervivencia de la música y de la enseñanza de calidad en nuestros conservatorios.

 

La serie completa aquí:

Sobre mí Darío Meta

Darío Meta (25 años). Pianista. He vivido y estudiado en Guadalajara, Madrid, Salamanca, Friburgo (Alemania) y actualmente en Lübeck (Alemania). Me interesan el cine, la improvisación, la divulgación cultural y la música de todas las épocas y estilos. Becario de la Fundación Alexander von Humboldt.

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